domingo, 17 de mayo de 2009

Español 1, Athletic de Bilbao 0

Es posible que alguien se preguntara, el miércoles pasado, qué había estado preparando con tanto tiempo e ímpetu el Athletic para su final de Copa. Ni se convirtieron en el vendaval que arrasó al Sevilla en semifinales, ni supieron entorpecer el juego del campeón. Sin embargo, algo harían en la concentración de Valencia, y sin duda alguna lección impartiría Caparrós, porque el Athletic en Monjuïc ha llegado dispuesto a poner en práctica lo aprendido... aunque con cuatro días de retraso. El equipo adiestrado en cuantas estrategias posibles existan para romper el ritmo de juego y el discurrir del partido, única manera al parecer de plantarle cara al Barça, es el que ha intentado por este medio lavar la honra mancillada del segundo. Delante, el Español también mostraba el efecto de alguna herida; daba la impresión de que la derrota en el Calderón había aguado la intensidad que venía luciendo. Como preguntándose quién de los dos estaba más herido por el pasado reciente, ha transcurrido la primera parte. Unos a impedir que se jugara; otros a tratar de recordar cómo jugaban antes, sin conseguirlo. Si el Athletic hubiera entrenado, en su concentración, alguna idea ofensiva, se hubiera llevado el partido sin problemas. Pero su escritura futbolística sólo traía puntos y aparte; ninguna coma.
En la segunda parte era difícil cambiar ya la trama. El Español se buscaba sin encontrase, y el Athletic a esperar la tómbola de un balón perdido por el área. Es decir, como quien espera hacerse rico echando a la primitiva. No ha desplegado más filosofía el Bilbao. Y hasta en algún momento le ha gustado al Español contar con este argumento para justificar su desbaratada oportunidad de encontrarse a sí mismo. Parecía que no hubiera más remedio que un 0-0. El Bilbao no acertaba con los números del sorteo, ni siquiera cuando sacó a Toquero a modo de talismán, y el Español a veces no sabía dónde estaba la portería rival: como la magnífica cabalgada de Moisés durante medio campo... en dirección a Kameni. De hecho, el «pásasela a Kameni, que está solo» fue la vocación primordial del equipo. También cabía contar con un error de uno de los dos equipos, aunque ambos cometían tantos que resultaba difícil pensar que ni siquiera un error pudiera resultar significativo. Pero lo fue. La lección rasuradora del fútbol de Caparrós se revolvió y acabó mordiéndose a sí misma. Coro dio dos pasos un poco más rápidos de los que había dado Nené en el mismo punto —y le habían hecho hasta cuatro o cinco faltas— y el defensor ni se dio cuenta de que la práctica ya no ocurría fuera, sino dentro del área. Luis abrazó la pelota en cuando el árbitro pitó el penalti. Nené ya no estaba. ¿Sería capaz de marcarlo o de nuevo trataría de arrancar de cuajo la portería de Monjuïc estrellándola contra el larguero? No habría otra oportunidad en un partido con tan poca luz, eso era seguro. Los puntos se decidían en ese abrazo. Pero el Español ya no es el equipo ramplón y feúcho de la mayor parte de la liga que lo fallaba todo. Ahora transforma los penaltis sin un ápice de duda. En ese momento había acabado el partido, o casi. El Bilbao quiso ponerse a lo de lavar la honra, y su presión hubiera ido mejor encaminada si alguien les hubiese explicado algo más de táctica constructiva en el área rival. Sin la que cual nunca se podrá ganar una Copa.

El partido da también motivos para otras meditaciones. Uno se pregunta cuánto ha durado el encuentro de esta tarde; qué le ha quedado para el disfrute entre el tiempo aburrido de las faltas y los despropósitos, y los minutos que el equipo y los aficionados han empezado a achicar a cubos nada más marcar el penalti, como empujando al reloj para que cumpliese con su objetivo de detenerse en el minuto 45 cuanto antes —que por debajo Betis y Sporting iban ganando—. En suma: muy poco. Un partido, en el fondo, como si no se hubiera jugado. Y al salir un único pensamiento: el próximo será el último partido en Montjuïc. Un estadio horroroso del que ya nos habíamos encariñado sin saberlo.

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