El ascenso hacia Montjuïc irradia luz. El cielo de la tarde anuncia con su brisa lánguida de domingo las proximidades del verano. Mucha gente acude al estadio por todos los caminos. Los que llevan a esta tarde parecen dulces. Se repiten como cuentas del rosario de la liga: cinco partidos, doce puntos. Si el Barça fue a Madrid diciéndose obsesivamente: «estoy tranquilo, de aquí salgo líder», nosotros —tras hacer algunas sumas y restas— nos repetimos: «lo peor no nos devolverá a la cueva de donde hemos salido». Lo mejor está en la tarde: su generoso calor tras este invierno riguroso de domingos gélidos. Hasta el leve bochorno que se engancha a la piel se agradece. Lo mejor no está en el rival de esta tarde, que viene de arañarle dos puntos al líder. Los clásicos inventaron un buen recurso para estos momentos: el carpe diem. ¿Quién va a pensar en el Valencia cuando la tarde se ofrece con tanta gratitud?
El Valencia posiblemente empezó a perder el partido de hoy anoche, cuando el Sevilla le ganó al Villarreal y le quitó las prisas. El Español empezó a ganarlo tal vez cuando perdió con el Osasuna en el último minuto, los equipos de abajo ganaron sus partidos, se hundió en la clasificiación y no se desmoronó. Ya había pasado todo lo peor que le podía ocurrir. Desde entonces el Español, dirigido con una armonía desconocida hasta ahora por Pochettino, sabe que ha de jugar todo el equipo al fútbol pase lo que pase. Todo el equipo solidarizándose en la defensa, todo el equipo sosteniendo el ataque. Marque o no marque. Pierda o no pierda. El trabajo de campo ya nada tiene que ver con sentimientos, ni lecturas de partido, ni especulaciones. Es el trabajo puro. Por sí mismo. Aunque la pelota salga 18 veces por los aires, sobre la portería contraria. Hay que volver a empezar. Porque una vez entra. Y a veces dos. E incluso tres.
El Valencia interpretó en el partido el papel opuesto al Español. No salió a trabajar: no estaba frente al Barça, sino ante un colista. Salió a leer al Español: ya se cansarán. Ya fallarán. Ya nos pondremos las botas cuando convenga. Cada jugador responsable de su huerto: sus pequeños bancales de pases, sus canales de riego, y la pelota pronto a otro terrenito para evitar responsabilidades. Que uno está solo en su campillo, peor para él. Silva trataba de coser un campo tan deshilvanado corriendo de costado a costado. Y a veces conseguía él solito dar imagen de un equipo en funcionamiento. Qué gran jugador. Dicen que el Valencia tiene también un delantero prodigioso. Un tipo que andaba de paseo por el campo —casi un turista— llevaba su camiseta. Poco más se puede decir del Valencia.
Cuando se vio perdiendo quiso despertarse, quiso leer el partido, pero se dio cuenta de que no conseguía despertarse, de que se le nublaba la vista cada vez que la pelota pasaba de un negociado de sus líneas a otro. Con el 0 a 0 del descanso el dilema era de los esenciales en el fútbol: si ganan ellos habrá vencido el posibilismo, la especulación mobiliaria y la burocracia futbolística —un buen orden no garantiza el juego de equipo— sobre el fútbol compartido. Pero cuando el Valencia, con el fabuloso gol de Román en su contra, se dijo «ahora me toca a mí» la pelota había desaparecido, el campo del rival tampoco estaba y Kameni quedaba excesivamente lejos de cualquier jugada. Les faltaba aire. Fútbol. El afilado cuchillo de su delantera recorría la frontal sin asustar a nadie. «¿Por qué no se asustan?» acaso se estaban preguntando los jugadores del Valencia cuando Pareja descubrió un buen motivo para dejarnos leer el poema de amor que guardaba oculto en su pecho.
¿Y el sufrimiento? —nos preguntábamos en las gradas. ¿No habíamos venido a sufrir? El Valencia ahogado en su propia tacañería, el Español acostumbrándose a vivir en el medio campo del rival y dos goles de ventaja. ¿Que añade cinco minutos? Será para redondearlo en 3. Y hasta el árbitro se sumó a la guirnalda, y se avino a ver lo que de normal hace como que no ve.
Lo mejor de este 3-0 es, además de los tres puntitos tan refrescantes, la victoria del fútbol. El fútbol puro. Empecinado. Trascendente. El creer no sólo en ganar, sino en sufrir y combatir en equipo. En que cada bote del balón le corresponde gestionarlo a once jugadores, no al que le toca.
El Valencia posiblemente empezó a perder el partido de hoy anoche, cuando el Sevilla le ganó al Villarreal y le quitó las prisas. El Español empezó a ganarlo tal vez cuando perdió con el Osasuna en el último minuto, los equipos de abajo ganaron sus partidos, se hundió en la clasificiación y no se desmoronó. Ya había pasado todo lo peor que le podía ocurrir. Desde entonces el Español, dirigido con una armonía desconocida hasta ahora por Pochettino, sabe que ha de jugar todo el equipo al fútbol pase lo que pase. Todo el equipo solidarizándose en la defensa, todo el equipo sosteniendo el ataque. Marque o no marque. Pierda o no pierda. El trabajo de campo ya nada tiene que ver con sentimientos, ni lecturas de partido, ni especulaciones. Es el trabajo puro. Por sí mismo. Aunque la pelota salga 18 veces por los aires, sobre la portería contraria. Hay que volver a empezar. Porque una vez entra. Y a veces dos. E incluso tres.
El Valencia interpretó en el partido el papel opuesto al Español. No salió a trabajar: no estaba frente al Barça, sino ante un colista. Salió a leer al Español: ya se cansarán. Ya fallarán. Ya nos pondremos las botas cuando convenga. Cada jugador responsable de su huerto: sus pequeños bancales de pases, sus canales de riego, y la pelota pronto a otro terrenito para evitar responsabilidades. Que uno está solo en su campillo, peor para él. Silva trataba de coser un campo tan deshilvanado corriendo de costado a costado. Y a veces conseguía él solito dar imagen de un equipo en funcionamiento. Qué gran jugador. Dicen que el Valencia tiene también un delantero prodigioso. Un tipo que andaba de paseo por el campo —casi un turista— llevaba su camiseta. Poco más se puede decir del Valencia.
Cuando se vio perdiendo quiso despertarse, quiso leer el partido, pero se dio cuenta de que no conseguía despertarse, de que se le nublaba la vista cada vez que la pelota pasaba de un negociado de sus líneas a otro. Con el 0 a 0 del descanso el dilema era de los esenciales en el fútbol: si ganan ellos habrá vencido el posibilismo, la especulación mobiliaria y la burocracia futbolística —un buen orden no garantiza el juego de equipo— sobre el fútbol compartido. Pero cuando el Valencia, con el fabuloso gol de Román en su contra, se dijo «ahora me toca a mí» la pelota había desaparecido, el campo del rival tampoco estaba y Kameni quedaba excesivamente lejos de cualquier jugada. Les faltaba aire. Fútbol. El afilado cuchillo de su delantera recorría la frontal sin asustar a nadie. «¿Por qué no se asustan?» acaso se estaban preguntando los jugadores del Valencia cuando Pareja descubrió un buen motivo para dejarnos leer el poema de amor que guardaba oculto en su pecho.
¿Y el sufrimiento? —nos preguntábamos en las gradas. ¿No habíamos venido a sufrir? El Valencia ahogado en su propia tacañería, el Español acostumbrándose a vivir en el medio campo del rival y dos goles de ventaja. ¿Que añade cinco minutos? Será para redondearlo en 3. Y hasta el árbitro se sumó a la guirnalda, y se avino a ver lo que de normal hace como que no ve.
Lo mejor de este 3-0 es, además de los tres puntitos tan refrescantes, la victoria del fútbol. El fútbol puro. Empecinado. Trascendente. El creer no sólo en ganar, sino en sufrir y combatir en equipo. En que cada bote del balón le corresponde gestionarlo a once jugadores, no al que le toca.
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