En el estadio, el marcador electrónico está averiado. Ese armazón enorme —que se mira para cerciorarse de lo que uno ya sabe de sobras— es un simple cuadrado gigantesco y enigmático dividido en celdas vacías. El aficionado lo mira todo a su alrededor, mientras los jugadores se saludan y fotografían, temiendo que cualquier detalle se convierta en un signo imposible de soportar. A ninguna de las veinticuatro mil personas allí convocadas se le ocurre pensar que dentro de dos horas sabrá el resultado. Nadie ha subido al estadio para obtener noticias de primera mano, sino para sufrir.
La filosofía unamuniana descubrió el pensamiento agónico y el Español en pleno —todos: jugadores, técnicos, periodistas, afición— se ha puesto a leer, día y noche, Del sentimiento trágico de la vida. De nada sirve que el equipo derroche fútbol, llegue constantemente al área rival, defienda amurallado y agriete murallas. Es como si todos supiéramos que nada de eso se hace para marcar un gol, sino para sufrir aún más.
Tampoco es que los árbitros se equivoquen —de hecho, no equivocan sus temores de seres solitarios, endebles y torpes— o no vean lo que ocurre cuando un defensa derriba marcialmente a un delantero a punto de rematar una pelota con la cabeza en la línea del área pequeña. Lo ven. No pueden no verlo. Equivocarse sería estar mirando hacia otro lado. Lo ven pero callan —qué poco solidarios entonces somos con sus temores, su soledad y su torpeza— no por malas intenciones, sino sólo para que sigamos sufriendo y no llegue la alegría tan pronto.
Hasta la alegría —un único salto con los brazos en alto— provoca un incremento del sufrimiento. Un sufrimiento aún mayor, más hondo, más asustado, porque ahora sí tenemos algo que nos haría mucho daño que nos quitaran: tres puntos.
Incluso el árbitro se olvidaba de pitar el final para aumentar nuestra tortura de sufrientes.
Y acabado el partido nadie abandona los asientos. No queremos saber un resultado, sino respirar. Cuando por fin se puede respirar, ya se nos atraganta el aire en los pulmones: una victoria que sirve para seguir sufriendo, pero con argumentos.
(P.D. De la misma manera que Guardiola ha desterrado de su equipo el aire mercenario que tenía en las últimas temporadas, y ha devuelto el orgullo a los seguidores de la parte de abajo de la Diagonal; Mauricio Pochettino en tan poco tiempo ha realizado un milagro aún más importante: ha conseguido que crea en sí mismo el equipo magullado y deprimido del inicio de la liga, que corría —sin propósito— por todas partes menos por donde estaba la pelota. Y ha devuelto a los aficionados un orgullo aún mayor: el de sentir la emoción del fútbol al margen de los resultados. La lucha contra la adversidad sin desfallecer es uno de los mitos fundacionales del corazón de los mortales.)
La filosofía unamuniana descubrió el pensamiento agónico y el Español en pleno —todos: jugadores, técnicos, periodistas, afición— se ha puesto a leer, día y noche, Del sentimiento trágico de la vida. De nada sirve que el equipo derroche fútbol, llegue constantemente al área rival, defienda amurallado y agriete murallas. Es como si todos supiéramos que nada de eso se hace para marcar un gol, sino para sufrir aún más.
Tampoco es que los árbitros se equivoquen —de hecho, no equivocan sus temores de seres solitarios, endebles y torpes— o no vean lo que ocurre cuando un defensa derriba marcialmente a un delantero a punto de rematar una pelota con la cabeza en la línea del área pequeña. Lo ven. No pueden no verlo. Equivocarse sería estar mirando hacia otro lado. Lo ven pero callan —qué poco solidarios entonces somos con sus temores, su soledad y su torpeza— no por malas intenciones, sino sólo para que sigamos sufriendo y no llegue la alegría tan pronto.
Hasta la alegría —un único salto con los brazos en alto— provoca un incremento del sufrimiento. Un sufrimiento aún mayor, más hondo, más asustado, porque ahora sí tenemos algo que nos haría mucho daño que nos quitaran: tres puntos.
Incluso el árbitro se olvidaba de pitar el final para aumentar nuestra tortura de sufrientes.
Y acabado el partido nadie abandona los asientos. No queremos saber un resultado, sino respirar. Cuando por fin se puede respirar, ya se nos atraganta el aire en los pulmones: una victoria que sirve para seguir sufriendo, pero con argumentos.
(P.D. De la misma manera que Guardiola ha desterrado de su equipo el aire mercenario que tenía en las últimas temporadas, y ha devuelto el orgullo a los seguidores de la parte de abajo de la Diagonal; Mauricio Pochettino en tan poco tiempo ha realizado un milagro aún más importante: ha conseguido que crea en sí mismo el equipo magullado y deprimido del inicio de la liga, que corría —sin propósito— por todas partes menos por donde estaba la pelota. Y ha devuelto a los aficionados un orgullo aún mayor: el de sentir la emoción del fútbol al margen de los resultados. La lucha contra la adversidad sin desfallecer es uno de los mitos fundacionales del corazón de los mortales.)
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