El miedo atenaza los equipos, hasta los casi imbatibles. El miedo arrasó el corazón del Real Madrid el sábado pasado, cuando se mostró débil, pusilánime incluso, frente a un Barça empeñado durante todo el partido en trenzar su juego, en imponer su personalidad futbolística, y sólo desde ésta arrasar al rival. El Real Madrid no supo en ese partido nunca qué equipo era y a qué debía jugar, si a defenderse o a atacar. Y dos o tres días después, entre semana, mientras el Español caía con tres goles en contra, el Deportivo fue una sombra en el Camp Nou. Este era el contexto que traía el partido.
.A él se pueden sumar dos datos del inacabable discurso previo. Primero, el presidente del Español recordó la diferencia de trato económico de la retransmisión deportiva a uno y otro equipo, y lanzó una idea: salir a jugar con el equipo B. Brindis al sol... parecía. O no. Un tercio de los jugadores blanquiazules que saltaron ayer al campo empezaron la temporada en el equipo B. Y muchos aún mantienen sus contratos juveniles. Segundo, Guardiola reconoció la dificultad del partido. Y, curiosamente, todos sus movimientos en relación a este derbi fueron de extrema precaución y conservadurismo, desde el hecho de realizar estas declaraciones hasta el inédito gesto que se vio en el campo, en el tramo final del partido, haciendo aspavientos para que sus jugadores ¡bajaran a defender! Verlo y no creerlo.
El miedo también jugó su papel en el primer derbi de Cornellà. El Barça había tenido la noche anterior una pesadilla: soñó que perdía este partido y se le coló entre sus filas el fantasma del miedo a perder los puntos que necesitaba para mantener solvencia en la cabecera de la liga. Desde hace mucho tiempo (acaso más de un año) que no se veía sobre el césped un Barça tan intranquilo. Nervioso, impreciso, incapaz de construir su juego, faltón —la expulsión cayó de su lado—, malhumorado e impotente. Es decir, con miedo. Era lo más parecido al Real Madrid del sábado anterior. A la situación contribuyó, sin duda, el juego del Español. Supo controlar el cerebro del equipo —Xavi, ahogado por la presión incesante de Forlín— y el latigazo de sus extremidades —Messi, que se vio obligado a ir a recoger la pelota lejos, muy lejos del área si quería acariciarla—. Sin embargo, no pudo el Español —Valdés, Piqué y un poste se lo impidieron— concretar este control y dominio con una victoria.
Ha sido un partido bronco, entrelazado, sin excesivas ocasiones por ninguna de las partes —Kameni apenas tuvo que esforzarse—, pero de una rara intensidad. Un partido eléctrico, chispeante. Estaba una liga en juego, no era para menos. Tan intenso, que el público acabó igual de agotado que alguno de los jugadores que corrieron arriba y abajo durante los noventa minutos.
Sí, el público blanquiazul de Cornellà, sus gradas llenas, las 39.263 personas que vivieron la emoción, acaso lo mejor de la tarde. Cuando se desdibuje el recuerdo de lo poco que futbolísticamente ocurrió en el encuentro, quedará en la memoria para siempre la imagen de la marea blanquiazul cantando y saltando durante todo el partido, incansable como la presión ejercida por sus jugadores ante el que tal vez sea el mejor equipo del planeta. Un sentimiento se construye también así.
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