domingo, 7 de marzo de 2010

Español 0, Villarreal 0

Como corresponde a un equipo diseñado por una canción de los Beatles, el Villarreal ha llegado a Cornellà con la filosofía pop adecuada: juega y deja jugar. El Español, que tenía noticias de esta afición por la música del fútbol en los grandes espacios, no ha perdido ni un minuto en averiguar la partitura que traían los visitantes bajo el brazo. Pase largo y todos —delanteros y defensas— a correr hacia el gigante Diego López como en la salida de la maratón de esta mañana. En el minuto cinco ya se habían sucedido varias jugadas relámpago que bien podían haber abierto el marcador a favor; y en el minuto diez las réplicas del Villarreal habían hecho temblar al estadio, porque el lema del Villarreal tiene dos proposiciones coordinadas, no se trata sólo de dejar jugar al adversario. En los pies de los futbolistas vestidos de amarillo la pelota vibra, zigzaguea entre líneas y con pocos toques se presenta en la portería de Kameni dispuesta siempre a no dejarse abrazar. Y en el centro del campo, a veces también en el centro de la defensa o en el centro del ataque, tienen un megaordeandor que procesa todas las jugadas llamado Marcos Senna cuyo único defecto es que no vista nuestros colores.


Si en los primeros minutos parecía un partido de cuatro o cinco goles —por bando—, el último de la primera parte no se ha apartado un ápice del musical que habían interpretado ambos conjuntos con primor. Tan intensa y líquida ha sido la primera parte que el público ha quedado exhausto de tanto sobresalto, a favor y en contra. El descanso no parecía sólo necesidad de jugadores, sino también de los espectadores. La fluidez del juego, en la segunda parte, se ha espesado un poco; tal vez algo más en el planteamiento del Villarreal, que por mantener el orden prusiano que exige su juego ha renunciado a cierta espontaneidad. El Español lo ha aprovechado para apropiarse de territorios que no le correspondían en el reparto, y pese a que se ha ido marchitando la intensidad de los primeros cuarenta y cinco minutos, Callejón ha dispuesto de la jugada del partido. Pero delante tenía una gigante que ha estirado una pata inverosímilmente larga y ha desbaratado una angulación impecable de gol.
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En este momento ha decidido decir algo un tipo raro que andaba por ahí en medio, y que no vestía ni de blanquiazul ni de amarillo. Un domingo más el arbitraje se convierte en una suerte de incomprensión del género humano. Asediado Callejón por cuatro defensas, arrastrado por faltas de manual de arbitraje en dos ocasiones, y en las dos evita caerse trastabillando por seguir la jugada, cuando finalmente cae abatido —o se tira, qué más da, la falta había existido para todos menos para el árbitro dos segundos antes— el desconocido decide por su cuenta y riesgo que uno de los dos equipos y su afición prescindan del delantero. No sea que, tal vez, la siguiente no la alcancen a detener los miembros extraordinarios del gigante portero.
Menos mal que ya nadie hacía caso al tipejo de oscuro. Ni siquiera se le ha cantado en el campo el habitual «Qué malo eres». A nadie le importaba ya lo que pudiera decidir. Nadie contaba con él en un partido con tanto fútbol por todas partes. No les ha importado a los jugadores del Español, pero tampoco a los del Villarreal, que con un hombre más han aumentado el miedo a perder que les dominaba en el tramo final del partido. El equipo no se ha echado a atrás. Hasta el espíritu de Callejón ha seguido cubriendo su posición de ataque —me ha parecido ver que un defensa amarillo cubría su ausencia con la misma efectividad que había cubierto antes su amenaza constante—. Y el partido ha seguido por su cauce: en manos del Español, que lo ha hecho todo, menos el gol.

El resultado hubiera podido cantar un tres a tres. Ha sido, sin embargo, un cero a cero. Extraño guarismo para un partido tan abierto, tan intenso, tan pop. Tal vez sea este aspecto el que ha dejado peor sabor de boca en el estadio: que no haya habido goles en un partido con tantas posibilidades de marcarlos.

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