
El partido se presentaba con un único argumento futbolístico, la candidatura del Mallorca a la Liga de Campeones Europea, que exigía una victoria y un traspié del Sevilla, que frente al Almería jugaba a la misma hora. Al cabo fue este argumento el que justificó el resultado: el Mallorca debía ganar, y ganó. Ahora bien, por debajo el partido presentaba tramas bien distintas, y destinos paradójicos por ambas partes.
El Mallorca no jugaba contra el Español, sino contra su propio sueño de ser un club normal: con una afición a la altura (numérica) de sus notables hazañas en campo propio, con una presidencia comprometida con el equipo, con una deuda que no atenace el futuro y con un futuro que evite la dispersión del espléndido conjunto que ha llegado a la última jornada con aspiraciones a cuadro de honor. Como está acostumbrado a jugar contra sus propios anhelos de normalidad, lo ha hecho toda la temporada, incluidos los partidos en los que los jugadores no sabían si cobrarían o no su salario, el Mallorca resolvió haciendo lo que sabe hacer: sobreponerse, y ganar. En otros tiempos el Mallorca hubiera merecido un mito que representara esa fuerza épica, sobrehumana. La vida misma se queda boquiabierta frente a la capacidad de superar contratiempos y circunstancias adversas, de superar incluso la pérdida de unos jugadores y la fragmentación en la procedencia de otros; de superar, en suma, cuanto hundiría en el descenso a cualquier otro equipo. El Mallorca ha atravesado la liga como un héroe de la antigüedad, luchando cara a cara contra los dioses iracundos de la economía antes y después de los partidos, y contra los rivales sobre la hierba. Toda su heroicidad, su superación, su batalla desigual, su éxito tuvo el galardón más efímero que se pueda imaginar: durante dos minutos fue recompensada con el triunfo perseguido. Durante dos minutos, desde el final de su partido con el Español, hasta el final del partido del Sevilla, el Mallorca mereció el reconocimiento por el que había tenido que vencerse a sí mismo: estaba en la Champions. Dos minutos de gloria, mientras el Sevilla empataba en Almería y su árbitro no acababa de pitar nunca el final que convertiría el sueño en realidad. La única realidad de los sueños, sin embargo, suele ser la pesadilla, que le llegó al Mallorca en forma de gol sevillista. Y a los demás también nos alcanzó la cruda moraleja de esta historia: al destino nada le importa el heroísmo por sobreponerse a las circunstancias con aplomo y éxito; si lo que está en su mano es descabezar aspiraciones, coge el cuchillo y da el tajo.
El Español tampoco se enfrentaba al Mallorca, sino a su propia sombra. Necesitaba ganar para alcanzarse a sí mismo: los 47 puntos con los que acabó la catastrófica liga anterior —tres entrenadores en el banquillo, media liga en puestos de descenso, y con una sima de once puntos de la salvación—. Pero el Español no ganó fuera de casa, «por no hacer mudanza en su costumbre», y no ha sido capaz este año de pisar su peor sombra. Se queda con 44 puntos. Paradójicamente, sin sufrimiento alguno, en ningún momento de la temporada. Habrá que pensar en otro momento qué nos ha salvado del martirio en el que se debaten cinco equipos que esta tarde se echan a suertes el descenso. En el partido del Mallorca, una vez más, el Español ha mostrado la cara B. A nadie le ha importado mucho: parecía que se jugaba más el Mallorca, aunque en verdad no se ha jugado absolutamente nada, porque el único al que le valían los puntos era al Español, para no tener que mirarse el espejo y descubrir, como el alopécico, que del año pasado a este ha perdido tres puntos. Y de seguir así… la calvicie en fútbol se llama segunda división.
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